El tardío regreso del monstruo

Los acérrimos de Robert de Niro nos llevamos el año pasado una alegría. Teníamos la sensación de que llevaba 20 años perdido para el buen cine. De Niro se había malogrado a partir de sus 50 años. ¿Dónde estaba el monstruo que nos había inquietado tanto entre los 70 y los 90? Sus éxitos en esas amables comedias familiares –Los padres de ella (2000), Los padres de él (2004)– nos sabían a cuerno quemado, y eso que no las habíamos visto.

Pero el año pasado, con un director tan personal como David O. Russell, De Niro resucitaba en El lado bueno de las cosas. Ese Pat Solitano que muerde el polvo del paro y aspira a abrir un restaurante gracias a las apuestas, mientras maneja a su hijo bipolar, nos devolvió a un De Niro curtido, sabio y conmovedor.

¿Qué pasaba con De Niro, que no había hecho un personaje potente desde Heat (Michael Mann, 1995)? En la mejor hipótesis, su declive no sería fruto de su rendición al cine comercial menos exigente, sino la consecuencia de una crisis de mayor calado, la crisis de un Hollywood entregado a un público infantil, juvenil y familiar, que hace con cuentagotas películas para adultos.

Un sordo reproche se dirigía hacia quien había sido llamado a ser el sucesor de Marlon Brando, también formado en las intensas aulas del Actor’s Studio. ¿Pero acaso Marlon Brando no se había arrastrado durante más de 20 años después de Apocalypse now (Francis Ford Coppola, 1978)? En El Padrino II (1974), con el mismo Coppola, De Niro parecía haber recogido simbólicamente el testigo de Brando.

Olvidando que todo había cambiado, el rencor hacia la deserción de De Niro nos cegaba hasta el punto de descontarle sus dos interesantes películas como director, Una historia del Bronx (1993) y El buen pastor (2006). ¿Pero no fue también interesante su trabajo en la sátira política La cortina de humo (Barry Levinson, 1997) o su intervención en Jackie Brown (1997), el atípico policiaco de Quentin Tarantino?

¿Y qué pensar de Una terapia peligrosa (1999)? Con ella De Niro se destapó como actor cómico. El avispado Harold Ramis sometió a De Niro a un proceso radical de miserabilización de su personaje arquetípico: el mafioso. El capo Paul Vitti pasa por el diván del psiquiatra, pues sus ataques de pánico le hacen vulnerable. Un sarcástico comentario a la carrera del actor en el mundo del crimen.

Todo empezó con Johnny Boy, el ingenuo aspirante a maleante de Malas calles (1973). Antes, su prehistoria como actor había sido impulsada en películas de escasa difusión por Brian de Palma, que lo retomaría como Al Capone en Los intocables (1987).

Pero sería otro italo-americano, Martin Scorsese, que también correteó por las conflictivas calles de Little Italy, quien después de Malas calles, le daría el personaje de su vida, el perturbado Travis Bickie, el taxista y excombatiente de Vietnam de Taxi driver (1976) –«¿me lo dices a mí?»–, un psicópata criminal en el infierno neoyorkino.

Scorsese y De Niro harían juntos New York, New York (1977), Toro salvaje (1978), El rey de la comedia (1983), Uno de los nuestros (1990), El cabo del miedo (1991) y Casino (1995). ¿Cómo no sentir añoranza de esa etapa excepcional? ¿Y qué decir de la crudeza y del esplendor emocional y lírico de Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976), El cazador (Michael Cimino, 1978) o Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984)?

Aquel Robert de Niro no volverá. Como no volverá nuestra juventud. Pero su cine permanece y es el guardián de la memoria y de la vida. Hay que ver el lado bueno de las cosas.